Cuando el papa Julio II llamó a Roma, en 1505, a Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564), este ya era famoso.
El año anterior, en Florencia, había erigido frente al palacio de la Señoría la gigantesca estatua de David, esculpida en un solo bloque de mármol, un verdadero atleta antiguo, cuyo heroísmo aparecía vagamente teñido de melancolía.
Ni siquiera en Roma era desconocido Miguel Ángel. Anteriormente el escultor había dejado testimonio de su presencia en una primera obra maestra, una Pieta (La Piedad) encargada por un cardenal francés. Cuando trató este tema, característico de la escultura medieval, Miguel Ángel supo aunar maravillosamente una patética ternura a la belleza plástica del cuerpo desnudo, abandonado de Cristo, yaciendo entre los pliegues del manto de la Virgen.
Estas primeras obras ponían de manifiesto hasta qué punto supo Miguel Ángel asimilar las lecciones que tomó en Florencia. Había sido, según se decía, discípulo de Ghirlandaio; pero su sentido de las formas robustas y equilibradas lo tomó estudiando los frescos de Masaccio y las esculturas de Donatello.
Protegido por Lorenzo de Medicis, Miguel Ángel pudo llegar hasta las más ricas colecciones de obras de arte de la antigüedad, y así impregnarse del ideal clásico. Pero también leyó la Divina Comedia y frecuentó el círculo platónico de Pico de la Mirandola y de Marsilio Ficino.
Algunos años más tarde, los sermones de Savonarola hicieron que se desarrollara aún más una inquietud espiritual que lo impulsó en lo sucesivo a preocuparse más por el destino humano que en buscar, como Leonardo da Vinci, nuevas técnicas y fundamentos científicos para su arte.
Miguel Ángel intentó hacer en un primer proyecto del mausoleo de Julio II, una poderosa demostración de la gloria, no sólo del pontífice, sino de toda la fe cristiana. Sobre un arco monumental, adornado con figuras alegóricas, levantaría un cuerpo con las estatuas de los profetas y los patriarcas del Antiguo Testamento.
Sin embargo, Julio II era autoritario y caprichoso. De repente cambió de idea y le pidió a su escultor que pintara el techo de la Capilla Sixtina. La tarea era terrible: la superficie, totalmente lisa y sin líneas arquitectónicas, no ocupa menos de 40 x 13 metros. Miguel Ángel prácticamente carecía de experiencia en la técnica del fresco.
Por eso, temiendo el fracaso que llenaría de alegría a sus enemigos y competidores, escapó de Roma. Sin embargo, el papa lo volvió a llamar y lo obligó a empezar el trabajo. Entonces, Miguel Ángel se encerró en la capilla, despidió a todos los colaboradores, y solo empezó a pintar, borrar y volver a empezar.
Finalmente, el Día de Todos los Santos de 1512, Miguel Ángel presentó su obra acabada. El pintor construyó su obra como una poderosa arquitectura, en la cual cada elemento tiene su propio significado. En la base, doce profetas y sibilas parecen sostener el conjunto, representando todas las actitudes del espíritu. En la parte superior, en la cual aparecen unos jóvenes que representan los estados del alma, se destacan 9 episodios del Génesis, entre ellos la famosa Creación del hombre.
Tanto en la Capilla Sixtina como la mayoría de sus obras, Miguel Ángel combina una multitud de motivos del estilo típico del Quattrocento (e incluso de la época anterior), con elementos inspirados de la antigüedad. Es la síntesis de dos siglos de arte, de la belleza plástica griega y de la ordenación triunfal de Roma.
Fuentes: Chastel, A.: El Arte Italiano (1460-1500), Ediciones AKAL, 1988 / Venard, M.: Los Comienzos del Mundo Moderno, siglos XVI y XVII, El Mundo y su Historia, Argos.