En este artículo contamos con la colaboración de David López Cabia.
David López Cabia nació en Burgos en 1986. Tras cursar sus estudios en la Universidad de Burgos obtuvo la Diplomatura en Ciencias Empresariales, la Licenciatura en Administración y Dirección de Empresas y el Máster de Profesorado. También tiene un Máster en Asesoría Jurídica de Empresas por la Universidad Internacional de la Rioja.
Apasionado de la Historia y en particular de un periodo tan trascendental como la Segunda Guerra Mundial, desde una edad temprana comenzó a interesarse por el mayor conflicto bélico que ha conocido la Humanidad. Debutó como escritor con su novela “La Última Isla” (Afronta Editorial) en la cual narra la crudeza del frente del Pacífico. En su segunda obra “En el Infierno Blanco” (Afronta Editorial) cambia de escenario bélico y nos traslada a los campos de batalla de Normandía y las Ardenas. Con “Indeseables” (Editorial Círculo Rojo), David nos sumerge en el arriesgado mundo de las operaciones especiales que lanzaron los aliados en la Segunda Guerra Mundial.
Se puede contactar con él a través de su página web www.davidlopezcabia.es
Batallas navales de Gran Bretaña en la Segunda Guerra Mundial
En las numerosas guerras libradas por Gran Bretaña, el dominio de los mares siempre ha sido un factor clave. Y en la Segunda Guerra Mundial no podía ser menos. Las amenazas a las que se enfrentaba la Royal Navy eran los temidos submarinos U-Boot y los monstruosos acorazados Bismarck y Tirpitz.
Entre el 19 de mayo y el 27 de mayo de 1941, tras una desesperada persecución, los británicos lograron hundir el Bismarck. Pero en los fiordos noruegos se ocultaba su nave gemela, el Tirpitz. Debido a las dificultades que entrañaba hundir el Tirpitz, los británicos tramaron un plan para impedir que el acorazado saliese a mar abierto.
El Tirpitz no se atrevería a abandonar su refugio en Noruega si no disponía de unas instalaciones en las que ser reparado. El único puerto capaz de albergar a semejante barco era el de Saint-Nazaire, situado en Francia, en la desembocadura del Loira. Por ello, los británicos se percataron de que era imperativo destruir las instalaciones portuarias de Saint-Nazaire.
Operación Chariot
Un nuevo desafío había llegado para los comandos: la Operación Chariot. Para conseguir llegar hasta el puerto se recurrió a un peculiar caballo de Troya: el viejo destructor Campbelltown. Para fingir que se trataba de un buque alemán, se recortaron dos chimeneas y se izó la esvástica. El barco había sido aligerado, eliminando los cañones pesados para evitar que quedase encallado en el estuario. En su interior, unas cuatro toneladas de explosivos habían sido ocultadas. Y es que el Campbelltown debía ser empotrado contra la esclusa del dique seco. Una vez colisionase el buque, los comandos descenderían del Campbelltown y de la flotilla de lanchas de escolta, sembrando el caos y volando las instalaciones portuarias. Al mando de los comandos se encontraba el teniente coronel Charles Newman, mientras que el capitán de corbeta Robert Red Ryder comandaría a las fuerzas navales.
Era evidente que los comandos se enfrentaban a una misión suicida, pues los alemanes disponían de gran cantidad de cañones y ametralladoras para defender el puerto. El número de tropas alemanas que custodiaba Saint-Nazaire y sus inmediaciones era de unos 5.000 hombres.
Llegado el 26 de marzo de 1942, la flotilla británica zarpó del puerto de Falmouth. A la mañana del día siguiente localizaron a un submarino alemán. Los destructores trataron de darle caza. A pesar de haber sido detectados por el U-Boot, continuaron navegando hasta la costa francesa.
Se produjo un segundo encontronazo, pues los británicos se toparon con dos barcos de pesca que estaban faenando. Temiendo que informasen a los alemanes, tras asaltar los pesqueros, los marineros fueron subidos a bordo de un destructor y sus embarcaciones fueron hundidas. No podían arriesgarse a levantar sospechas si un grupo de pesqueros abandonados eran descubiertos por una patrullera alemana.
Saint Nazaire
Al caer la noche del 27 de marzo de 1942, los reflectores iluminaron los cielos de Saint-Nazaire. Los aviones de la Royal Air Force debían efectuar un bombardeo de destrucción, pero la incursión aérea fue breve debido a que el cielo estaba cubierto. Ante la posibilidad de causar bajas entre la población francesa, la aviación británica se retiró.
Mientras tanto, el Campbelltown y sus lanchas de escolta se aproximaron hacia el puerto. Los comandos y marineros se estremecieron cuando el destructor camuflado atravesó una zona de escasa profundidad y rozó la superficie en dos ocasiones. Sabían que si quedaban encallados, la misión fracasaría. Pero afortunadamente, el Campbelltown consiguió abrirse paso.
Sobre la 01:22, cuando el viejo destructor y su escolta se encontraban a tan solo diez minutos del puerto, los reflectores se encendieron. Los alemanes habían detectado a la flota, pero dudaban de sus intenciones. Comenzó un intercambio de señales luminosas. La flotilla siguió avanzando y recibió disparos de advertencia.
Los británicos recurrieron a un libro de códigos capturado en la incursión a Vaagso (diciembre de 1941). Gracias a aquel libro de señales lograron ganar tiempo y continuaron acercándose hacia las instalaciones portuarias.
El Campbelltown y las lanchas avanzaron a toda máquina y los alemanes, al no recibir respuesta, recurrieron a sus cañones. Piezas de muy diversos calibres relampaguearon en la oscuridad. Dado su tamaño, el destructor se convirtió en el principal objetivo del fuego alemán.
A la 01:34, tras abrirse camino entre un maremágnum de descargas, el Campbelltown impactó estrepitosamente contra el dique seco. Los comandos supervivientes descendieron de sus embarcaciones y sembraron la destrucción a su paso, silenciando los cañones que les habían acosado.
Los equipos de demolición se dirigieron a la estación de bombeo y la volaron por los aires, privando al dique de los mecanismos que regulaban el nivel de agua y destruyendo el sistema de apertura y cierre de las esclusas.
Los comandos se habían dispersado por el puerto, los heridos se acumulaban y el fuego de ametralladora les acosaba a cada paso que daban. Los alemanes se habían reorganizado y empezaban a ofrecer una resistencia más organizada.
Cuando los comandos se dirigieron al punto de evacuación quedaron estupefactos al presenciar un desesperanzador panorama. La flotilla de lanchas de madera que debía llevarlos de vuelta a casa había sido hundida. Las endebles embarcaciones de madera habían sido pasto de las llamas y sus restos flotaban sobre el agua, envueltos en humo negro.
Pero Newman y sus hombres no estaban dispuestos a rendirse sin pelear. Los comandos decidieron internarse en Saint-Nazaire, dividirse en pequeños grupos, atravesar la Francia ocupada y cruzar España para desde allí poder regresar a Gran Bretaña.
Los británicos lograron salir del puerto, pero una vez llegaron a Saint-Nazaire, fueron descubiertos por las patrullas alemanas. La huida terminó tornándose en una misión imposible. Tan solo cinco comandos lograron burlar el implacable cerco alemán y volver a su patria.
Con los comandos cautivos, los alemanes alardeaban de la gallarda defensa del puerto de Saint-Nazaire. El Campbelltown permanecía empotrado contra la esclusa, con su casco apuntando al cielo. No era más que un patético cascarón embarrancado. Los fotógrafos alemanes inmortalizaban la escena mientras celebraban su victoria.
Sobre las 10:55, alrededor de cuatro toneladas de explosivos provocaron una monumental explosión en el puerto de Saint-Nazaire. El destructor quedó partido en dos y una lluvia de metal cayó sobre la ciudad portuaria. El objetivo de la Operación Chariot había sido cumplido, el dique seco de Saint-Nazaire había sido destruido.
Pese a estar en manos del enemigo, los comandos habían guardado celosamente el explosivo secreto que ocultaba el Campbelltown. Sin unas instalaciones en las que poder ser reparado, el Tirpitz no se aventuraría a mar abierto.
La noticia del ataque a Saint-Nazaire llegó a oídos de Hitler, que se enfureció tanto que destituyó al comandante en jefe del oeste, el general Carl Hippert. Por otro lado, el Führer dio órdenes para reforzar las defensas de la costa atlántica.
La incursión en Saint-Nazaire contribuyó a elevar la moral británica y por semejante hazaña bélica se concedieron cinco cruces Victoria, dos de las cuales fueron a título póstumo.
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Corre el año 1942 y la guerra no marcha bien para los aliados. La Europa continental permanece bajo el yugo del Tercer Reich y Gran Bretaña está acosada. Una de las pocas esperanzas que les quedan a los aliados son los comandos, una fuerza de élite entrenada para rápidos golpes de mano capaz de sembrar el terror entre las tropas alemanas.
El teniente Rodney Moore y su peculiar grupo de comandos reciben un peligroso encargo de la Inteligencia Naval británica. Deben llevar a cabo una arriesgada misión que puede cambiar el curso de la guerra. Su próximo destino: la ciudad francesa de Dieppe.
Moore y sus hombres constituyen una unidad experimentada, son la pesadilla del enemigo, comandos que se desenvuelven con maestría en el campo de batalla, pero nada puede prepararlos para el sangriento desembarco que les aguarda en las playas de Dieppe.