En Italia, existe una antiquísima iglesia donde uno puede encontrarse con unas imágenes llenas de colores y personajes pétreos. Nos referimos a los mosaicos de la Iglesia de San Vital, en Rávena. Estos mosaicos ilustran los majestuosos rostros del emperador bizantino Justiniano, la emperatriz Teodora y sus correspondientes séquitos.
¿Quién fue esta pareja de emperadores que observan seriamente al visitante que se interna en San Vital? ¿Por qué están retratados en los muros de esa iglesia, lejos del lugar en que nacieron? Si te interesa la historia de Roma, también puedes echar un ojo a los emperadores romanos más importantes
Justiniano, el que no duerme nunca
Lejos de lo que pueda parecer, Justiniano y Teodora tuvieron orígenes humildes. Flavius Petrus Sabbatius Iustinianus, como se llamaba en realidad Justiniano, había nacido hacia el año 482 d.C. en Tauresium, Tracia (actual Serbia), y era un ilirio de cultura latina.
Su formación intelectual fue sobre todo jurídica. Fue un administrador atento y un incansable trabajador. “El emperador que no duerme nunca”, lo llamaron sus contemporáneos. Un alto concepto del deber y también de sus derechos guió siempre su conducta. “¿Qué hay más grande y más santo que la majestad imperial?”, hizo escribir al frente del Código Justiniano.
Su llegada al poder comienza en el año 518, cuando su tío Justino se convierte en el nuevo emperador. Tres años después, Justiniano es nombrado cónsul y, meses más tarde, general del Ejército en Oriente. Tuvo que esperar al 527 para que su tío le nombrara co-emperador, a la vista de que moriría pronto. Y lo hizo. A los cuatro meses del nombramiento.
El emperador Justiniano, conservador y vinculado al pasado glorioso del imperio romano, se consideró encargado de restaurar el poder como el elegido de Dios. Era el jefe del pueblo elegido, a quien correspondía el cuidado de restablecer la unidad de la Iglesia.
Sin embargo, el hombre no carecía de debilidades Tenía gran valor para concebir vastas empresas, pero era precavido y muy orgulloso de su autoridad, lo que lo convirtió en un emperador de vanidad increíble. Llegó a dar su nombre a 27 ciudades, a ciertos cuerpos de funcionarios y a una clase de estudiantes.
A Justiniano le preocuparon siempre las conspiraciones, un problema muy recurrente en la historia de Bizancio. Según su cronista bizantino, “tenía los oídos abiertos a la calumnia, y toleraba mal el éxito de sus subordinados”. Belisario y Juan de Capadocia experimentaron peor que nadie esta faceta de su comportamiento.
El último emperador romano, como llegaron a conocerle, intentó recuperar el esplendor del Imperio Romano. Para ello, quiso emular a Teodosio I el Grande, recuperando los territorios que su imperio llegó a poseer. No lo consiguió.
Teodora, su gran apoyo
Su esposa, Teodora, la emperatriz de Bizancio, ejerció una gran influencia sobre este espíritu vacilante. Así lo indica el importante lugar que ocupa su imagen en la iglesia de San Vital, realizada por orden del mismo Justiniano.
En su juventud, el destino de Teodora no dejaba presagiar nada. Su vida temprana estaba rodeada de misterio. Las tradiciones más favorables cuentan que había llegado de Paflagonia a Constantinopla como tejedora de lana.
Sin embargo, Procopio, en su Historia secreta, afirma que era hija de un domador de animales salvajes, y que Teodora había sido actriz y prostituta. Antes de vestir de púrpura imperial, una larga carrera la había arrastrado por las populosas ciudades de Oriente.
A decir verdad, parece difícil refutar esas aseveraciones: Teodora –esto al menos es seguro- tuvo hijos antes del matrimonio, y sin duda fue actriz (una profesión desdeñable en aquél entonces). Y es que Justiniano hubo de promulgar una ley que autorizase a las actrices arrepentidas, a tomar esposo legítimo, lo cual hasta entonces estaba prohibido.
Más allá de su pasado, como emperatriz Teodora demostró una gran dignidad, sin renegar nunca de sus orígenes. Durante todo su reinado protegió a las mujeres, y ayudó a centenares de actrices y prostitutas a salir de su situación.
Teodora siempre conservó su enemistad con la aristocracia, llegando hasta obligar a los senadores a postrarse ante ella. Pero al mismo tiempo supo demostrar un gran valor, no vaciló en intervenir en la vida política, en combatir el gran proyecto occidental de Justiniano, y en proteger a los monofisitas que perseguía la ley imperial.
Historia de amor
No se han conservador demasiados datos sobre la historia de amor de Justiniano y Teodora. Los escritos que han llegado a nuestros días, sí coinciden en la forma en la que esta pareja se conoció. Todo ocurrió en una calurosa tarde de primavera de 522, en la que Justiniano paseaba por las calles, cuando quedó prendado de una joven que hilaba con una rueca en un humilde portal.
Esa joven de clase baja era Teodora, quien había decidido dejar atrás su dudoso pasado, dedicándose al nombre arte del tejer. Todo el mundo habla de amor a primera vista. Un amor que azuzó a diario, pues Justiniano bajaba a ver tejer a Teodora cada tarde. Todo desde cierta distancia y un anonimato casi imposible.
Todo cambió el día que Justiniano dio el paso y se decidió a ofrecerle sus primeras palabras. El mayor miedo del futuro emperador era la diferencia de edad, pues él era 20 años mayor que Teodora. A pesar de ello, congeniaron de maravilla y su relación, cada día, era más intensa.
Era cuestión de tiempo que Justiniano se llevara a Teodora a palacio y así lo hizo. El desparpajo, simpatía y la belleza de Teodora eran bastante como para desposarla, pero tuvo que cambiar la ley para hacerlo. Y el tiempo demostró que acertó de pleno.
Justiniano y Teodora no sólo compartían lecho y se amaban como pareja, sino que como equipo de gobierno eran implacables. Por aquel entonces, Justiniano era cónsul, pero también inseguro y vacilante. De hecho, son reconocidas sus extravagancias. De ahí que la presencia responsable y sabia de Teodora, fuera clave para el devenir de cualquier decisión que tomara.
Teodora era su consejera más leal. Una confidente a la que contar todo, incluidas las decisiones sobre el imperio, para que ella le diera su opinión.
Hasta su muerte en 548, presidió los destinos del imperio al lado de Justiniano, como en las pinturas de Rávena.
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